lunes, 21 de junio de 2010

Prólogo: La Maldición

-Juro que no la toqué, jamás la toqué.

-Ya eso no importa, ¿no crees?- dijo el anciano con sorna – ahora poco puedes hacer por ella excepto recoger los pedazos.

Al acabar esa expresión su rostro se tornó severo, la gracia desapareció de sus ojos mientras se encaminaba a la trastienda a por una escoba. El fuego crepitaba en el interior de esa cabaña. Un humanoide estaba arrodillado frente a un montón de cristales esparcidos por el suelo, lloraba mientras los cogía en sus garras y éstos se le clavaban en la piel, arrancando la sangre de sus heridas. Sus lágrimas resbalaban por su pelaje y aullaba desconsoladamente.

El hombre viejo regresó con la escoba y empezó a recoger los cristales:

-¡No, no la toques!- gritó el humanoide destrozando la escoba de un zarpazo

-Mira, ya no se puede hacer nada, está rota…

-¡No la trates como un objeto!¡La amaba! No entiendes lo que esta maldición ha supuesto para mí. – Arrodillándose de nuevo, llorando, clavándose los cristales en las rodillas- No sabes lo que esta maldición ha supuesto para mí…lo he perdido todo.

Con un suspiro melancólico el anciano cogió una silla y se acercó al humanoide. Se sentó en ella y preparó una pipa con tabaco. Al encenderla, un suave aroma a tabaco viejo inundó la pequeña choza. Dio tres profundas chupadas y entornó los ojos, recordando:

-No, mi peludo amigo, claro que se lo que es esa maldición…

Levantó la mano tímidamente y empezó a quitarse el guante. Alrededor de la mano desnuda se atisbaba un continuo crepitar gaseoso, como un suave repicar de diminutas campanas que de inmediato se estrellaban contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos. Miró por un instante la mano del anciano, pero quedó horrorizado. Al final del muñón no había nada, la mano había desaparecido completamente, sin embargo, ahí estaba, dibujada por los restos de aire cristalizado a su alrededor. Entre todos esos pequeños cristalitos de aire se veía un símbolo refulgir con una tenue luz anaranjada. El viejo miró su muñón durante un buen rato, recordando con dolor lo que había vivido. Después miró al humanoide con una sonrisa:

-Verás, te voy a contar una historia. A lo mejor te sirve de ejemplo. Así sabrás porque jamás te desprenderás de esa maldición aunque te cortes tu propia mano.

Se volvió a poner el guante y se recostó en la pesada silla de madera. El humanoide se había apartado de los cristales y ahora estaba junto al fuego, mirándolo fijamente, pensando arrojarse a él. Mientras, el olor a tabaco llenaba el aire y las palabras del anciano dibujaban sombras en el rostro del muchacho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario