lunes, 21 de junio de 2010

Capítulo II de La Maldición: El Hajuul

La mañana rompió a la hora prevista, como todos los días. El bosque poco a poco se despertaba y se arreglaba para los cazadores que debían emprender la marcha vistiendo sus mejores galas de verde hoja y marrón tronco. Mientras tanto, el campamento se desperezaba con frenética actividad.

Los seis jóvenes manarils a las órdenes de Juu Highteeth se apresuraban en asegurar los cajones de las presas, en recoger las tiendas, juntar los aparejos y demás instrumentos de caza y borrar todo rastro de que allí durmieron siete kurbogs la noche pasada. Kin’ian se afanaba en juntar todas las lanzas en un fardo para ser transportadas mejor, pero en sus intentos de atarlas solo consguía que se descolocaran y cayesen al suelo. Con un suspiro de frustración recogió las armas y volvió a intentarlo.

-Es admirable tu tesón, pero así solo conseguirás tirarte toda la mañana para tener que llevarlas todas en ambas manos por no haberlas atado.- surgió una voz a su espalda.

Kin’ian se volvió con cara de irritación y dirigió una mirada de reprimenda a la mujer que recogía las tiendas detrás de él.

-¿Acaso tú conoces una forma mejor de atarlas?-replicó con ironía

-Conozco cinco formas de atarlas -dijo la joven mientras seguía con su tarea-, y ninguna pasa por dejarlas caer al suelo. Espera - la chica se acercó hacia Kin’ian sonriendo y con un toque irónico dijo-, te las muestro.

Cogiendo las siete lanzas que aún tenía en la mano Kin’ian y las cinco que dejó caer empezó a pasar una cuerda alrededor de cada una, mientras las disponía en paralelo por el suelo. Una vez atadas cada lanza, comenzó a enrollar la cuerda haciendo un fardo perfecto con las lanzas. El joven vigilaba todo el proceso con cara de derrota y el puño crispado en señal de fastidio.

-No te preocupes, khalit, –dijo la muchacha mientras le entregaba el fardo- nadie nace sabiendo.- y una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la joven.

“Pero yo sí debería haberlo sabido” Pensó Kin’ian. Aún mirando al suelo, una mezcla de envidia y vergüenza recorría su mente y su cuerpo.

-Por cierto, soy D’hira. No te veo mucho por el campamento- con un gesto desenfadado siguió recogiendo las tiendas-, ¿Cómo te llamas?

-Kin’ian, - Al pronunciar su nombre una mirada de asombro recorrió el rostro de la chica- no suelo permanecer mucho en el campamento, suelo cazar, a eso hemos venido, ¿no? –comentó con sorna.

-Bueno, sí. Pero a algunos les gusta saber con quién lo hacen. – con una piqueta aún en la mano se encogió de hombros- Por eso es un “grupo de caza”, ¿verdad? – Contestó también con ironía.

Kin’ian dejó escapar un bufido y se agachó para recoger el fardo de lanzas, se lo ajustó a su espalda y lo agarró por la cuerda que colgaba. Notó enseguida que las lanzas se mantenían en su sitio, ordenadas y bien empaquetadas. La muchacha volvió a su tarea de recoger las tiendas de campaña. Kin’ian la observó un momento. Su pelaje era marrón oscuro, muy liso y sin ninguna mancha. Sus orejas eran puntiagudas y su hocico algo corto. Pero lo que más llamaba la atención de la joven era el color de sus ojos, un ojo verde oliva y el otro marrón claro. Nunca había visto ese tipo de ojos pero les parecieron extraordinariamente bellos. Ella se giró entonces encontrándose con la mirada del joven. Cuando se dio cuenta, el muchacho giró tan bruscamente que se le escapó la cuerda que sujetaba el fardo y le cayó encima de la pata. Kin’ian soltó un patético gritito y empezó a saltar agarrándose la pata lastimada. Su improvisada danza arrancó las carcajadas de D’hira. Con su orgullo herido, Kin’ian dejó de saltar recogió su fardo y se encaminó apresurado hacia el otro lado del campamento seguido de cerca por la mirada de la muchacha, que seguía sonriendo mientras le veía marchar.

Los cazadores partieron temprano. Atravesaron el bosque hacia el oeste, hacia las tierras pantanosas. Se movían en fila y de forma sigilosa. De vez en cuando hacían algún alto en el camino para tomar un respiro y beber un poco de agua. Llegando al límite de los pantanos se hizo una última escala. Merk’el estaba sentado en una roca cerca del Maestro Juu, que permanecía de pie en el centro de un pequeño islote de tierra, olisqueando el aire. El pequeño terrón de tierra se hallaba cerca del borde de las tierras pantanosas de Juiinam. Estaba curiosamente limpio de matorrales, arbustos y demás vegetación. Era un sitio estratégico perfecto: Había varias rocas donde poder esconderse y donde descansar, la vegetación no impediría el paso si había que escapar o correr y el hecho de que se encontrase cerca de la frontera del pantano hacía más sencilla la huida hacia el bosque en el caso de que el hajuul diese problemas serios. Todos ya habían dado por hecho que ese sería el punto de montar el campamento así que empezaron a deshacerse de los aparejos.

-Exactamente, -se dirigió Merk’el al Maestro- ¿dónde vive un hajuul?

El Maestro ni siquiera le dirigió la mirada al chico mientras hablaba, estaba absorto en detectar el olor de algo en el aire.

-Los hajuuls son bestias enormemente fieras. Su gigantesco cuerpo se mueve a gran velocidad por el barro y las charcas del pantano. –Su hocico detectó algo y entrecerró los ojos como intentando centrar su mente en ese único rastro- Cazan a sus presas mediante emboscadas, camuflándose con los árboles.

-Pero, si son tan grandes, -Dijo con un tono cada vez más bajo, el ambiente opresivo del pantano y el, cada vez más extraño, comportamiento del maestro Juu invitaba a susurrar las opiniones en vez de expresarlas en un tono normal- ¿Cómo consiguen esconderse tan bien?

-Viven y viajan parcialmente bajo tierra. –Dijo también bajando el tono de voz, su expresión se iba tornando cada vez más concentrada, como si supiera poco a poco hacia dónde se dirigía el olor que captaba- Solo se les puede ver fuera cuando atacan, y aún así mantienen parte de su cuerpo enterrado.

Kin’ian, apoyado en un árbol olisqueó algo diferente en el ambiente, como un olor a carne podrida. Penetraba cada vez con más fuerza en sus fosas nasales, como si se acercase un cortejo fúnebre mientras velaban un ataúd abierto. No sabía que el pantano oliese de esa manera y solo en sus más horrendas pesadillas podría imaginar qué clase de fenómeno causaba tan nauseabundo olor . D’hira, que se encontraba sentada en el suelo descansando del viaje, con un odre de piel en la mano se dirigió también al Maestro Juu:

-Si no se les puede ver hasta que no ataquen, -Dijo en voz más alta que sus compañeros. El resto de manarils se sobresaltaron y la miraron como si D’hira hubiese sentenciado al grupo por haber levantado la voz- ¿Cómo lo cazamos?- Dijo entonces cohibda.

De repente, las aguas de alrededor del islote se enturbiaron. Algo les rodeaba, había pasado por el agua a tal velocidad que arrastraba el sedimento del fondo de la charca. Los seis manarils se levantaron rápidamente y empuñaron cuchillos, ballestas y lanzas preparados par entablar batalla contra algún jespulón de los pantanos, o algún cabriu. Sólo el Maestro Juu no se inmutó. Sabía que no los estaba rodeando nada. Lo que quiera que estaba acechando estaba bastante más cerca y era como que diez veces más grande que un jespulón y un cabriu juntos. Con pasividad, desenvainó su cuchillo, se encaminó al centro del islote y lo clavó fuertemente en la tierra, de la que manó unos hilillos de sangre.

-Dejando que nos cace él primero.

Un rugido rompió el aire y se clavó en los oídos de todos.

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